Hace algún tiempo Laura Restrepo escribió un artículo legendario titulado “La cultura de la muerte” a propósito del drama del sicariato en Colombia. La frase inicial era demoledora: “Una nueva generación de colombianos no sabe que es posible morirse de viejo”. Esa línea, en su perturbación, en su carácter sísmico, la podemos trasladar a nuestro país, hoy, en este cuarto lustro del siglo XXI. Cuando entrevisté a la novelista para Los Imposibles y desbrozamos el tema de la violencia crónica en su país me hizo énfasis sobre el “intolerable contubernio de la vida con la muerte”. Ambas frases me rondan sin pausa. Eso es justo lo que estamos viviendo los venezolanos. Nunca como hoy ha sido tan fácil morirse en este país.
“Los padres nos estamos quedando huérfanos de hijos”, dijo hace poco una madre venezolana, acercándose –sin saberlo– a la inquietante afirmación de Restrepo.
Nos ha sobrepasado la violencia. Estamos asistiendo a la deshumanización de nuestra existencia. La muerte se coló en los productos de la cesta básica. Somos más fugaces que nuestra propia condición. La periodista Thays Peñalver escribió una frase muy gráfica, aunque destinada a envejecer en términos aritméticos: “A más de medio millón de venezolanos les metieron una bala en el cuerpo en poco más de una década”. La escribió hace cinco años.
Plo, plo. Que mueran las estadísticas.
Cualquier excursión por las redes sociales puede revelar un pasillo siniestro: la pornografía de la violencia. El horror tiene camarógrafos. Puedes toparte con un video de minuto y medio de un criminal destajando a su adversario en pedazos. O la imagen hórrida de la cabeza cercenada de alguien apodado “El Junior”, dejada como escarmiento frente a la puerta de la casa de su madre en Cúa. O el video de una poblada en Petare quemando vivo a un violador hasta convertirlo en carbón. Todo eso pasa por tus ojos sin buscarlo. Por más rápido que desvíes la mirada, la centella del horror quedará gravitando en tu memoria. No es el templo del cine gore. Es Venezuela, año 2016…