*Salvatore Coppola Finegan
En el debate sobre el referéndum británico del 23 de junio, en el que se decidirá si se quedará el Reino Unido en la Unión Europea (UE), hay una dimensión que parece estar ausente del todo: la ética-filosófica, por ende política en el sentido más profundo, una reflexión sobre el significado real de formar parte de un organismo supranacional como la UE. El asesinato de la parlamentaria Jo Cox subraya esta ausencia, de forma escalofriante.
Desde hace meses se viene discutiendo el asunto de las transferencias de dinero a Bruselas, y cuánto se recibe a cambio; oleadas de migrantes europeos, reales o conjeturadas, que “quitan el trabajo a los ingleses”, y que son el motivo del colapso de los servicios sociales básicos. Aunque pudiéramos encontrar en estas acusaciones alguno que otro fundamento, ¿Así se resume la relación entre el proyecto unificador multinacional más ambicioso y exitoso de la historia, y los británicos?
¿Es aceptable reducir la discusión sobre el rol en el proyecto europeo de un país grande, y gran país, a como tener fuera a unos cuantos miles de migrantes polacos, rumanos, italianos o españoles, y a cómo ahorrar unos cuantos millones de libras esterlinas en el seguro social de trabajadores extranjeros?
Habrá lectores que ya estarán pensando en que yo sea un ingenuo incurable, paladín de un europeísmo lloroso y moralizante o, peor aún, un impostor que esconde intereses del cabildeo, la banca y eurócratas detrás de la trillada retórica del “interés común europeo”. Que quede claro: tampoco me parece el momento histórico más propicio para defender la existencia de dicho interés común, sea económico, político, estratégico o cultural.
¿Un país debe de decidir si quedarse o no en la UE solamente por una relación contable de costo/beneficio? Construir el espacio más amplio posible de paz, prosperidad y estabilidad, es difícil. Y por supuesto, la mayor parte de la carga recae en los grandes países del continente, y el Reino Unido es uno de los más grandes. El dinero que Londres – al igual que Berlín, París y otros – ha vertido como contribuyente neto en los últimos años, ha servido precisamente a la construcción de ese espacio.
Desde luego, muchos fondos habrán sido desperdiciados en gastos evitables, otros seguramente se han usado de manera impropia. Asimismo, sería deseable volver ciertos mecanismos más equitativos, más eficientes, y más transparentes. Como también sería deseable hacer más democráticas las instituciones europeas, acercarlas a los ciudadanos, empujarlas a tomar decisiones políticas y económicas más acertadas.
En su complejidad, no obstante todas las desigualdades internas y los problemas de algunos países de democracia y estado de derecho, hoy el espacio europeo – de Lisboa a Varsovia – está más seguro y más estable que hace veinticinco años. Los esfuerzos políticos y económicos no han sido en vano, y en el Reino Unido esto no es ningún secreto.
La relación británica con la UE siempre ha estado marcada por un fuerte escepticismo. No es cierto lo que dicen los líderes políticos del gobierno conservador – europeístas como el primer ministro David Cameron o los que apoyan el Brexit como el ahora exalcalde de Londres Boris Johnson – que en este momento podemos esperar una reflexión profunda y valiente sobre el rol del Reino Unido en Europa.
Aun así es sorprendente ver como el debate de alto calibre ha sido secuestrado por personajes de peso ligero como Nigel Farage o por figuras que en esta cruzada claramente tienen objetivos políticos distintos, como Johnson, de paso transfigurándose en la elegía de un viejo provincialismo de la “Little England” o en una nostalgia imperial totalmente desfasada. La tierra de filósofos del calibre de Locke, Russell, Hobbes, Bacon, Smith, y Popper; reducida a una pelea a puño desnudo que golpeará a la Europa del futuro, manchada de modo conmovedor, con la sangre derramada de una inocente.
*Historiador y Lingüista