El marxismo es un compendio de errores y malas intenciones surgidas de una incorrecta interpretación histórica. Entre los errores —algunos de gran originalidad— hay uno muy importante, procedente del mainstream económico de la época: la “teoría del valor objetivo”. Basado en esta teoría, Marx asume que las mercancías tienen un valor en sí mismas, definido este por la suma del trabajo acumulado. Traducido a la realidad, esto afirma que los costos de las mercancías definen su precio.
Ya en el mismo siglo XIX, con la revolución marginalista, tres economistas de manera independiente y mediante métodos distintos, Walras, Menguer y Jebons, demostraron cómo el valor de las cosas no era una cualidad propia, sino un cociente variable entre su disponibilidad y la necesidad cambiante de los seres humanos. Independientemente de lo que haya costado la fabricación, los precios todos —incluyendo el del dinero y el de la mano de obra— se definen exclusivamente por oferta y demanda.
Los gobernantes cubanos en pleno siglo XXI se aferran a la teoría del valor marxista, porque esta justifica usurpar a los consumidores la libertad de expresar sus preferencias mediante la demanda de mercancías. El consumidor cubano es un objeto pasivo, tiene que conformarse con lo que el Estado produzca y al precio que este decida.
En Cuba los precios se forman de la siguiente manera: las empresas calculan todos sus costos, sobre eso ponen un % definido de ganancia y listo, ya tienen un precio. Este procedimiento no solo obvia completamente los deseos de los consumidores, sino que crea una economía artificial, pues los precios que emite una empresa, son a la vez los costos de otra.
Si cada empresa va agregando mecánicamente un porciento sobre el margen de sus costos, se crean varios efectos: primero, todas las empresas, siempre, tendrán ganancias; segundo, mientras más caro les cueste a las empresas producir, ¡más ganancias tendrán! Y, tercero, este proceso tiene que corregirse constantemente mediante el presupuesto estatal, que subsidia la diferencia entre el precio final y lo que costó la fabricación.
La única opción práctica —y teóricamente correcta— es permitir que los agentes económicos compitan.